La Iglesia Local y La evangelización no tiene buena prensa. Aunque literalmente significa compartir buenas noticias, para la mayoría de la gente pocas buenas noticias hay en ella. La evangelización evoca imágenes de predicadores estridentes y sudorosos, de melosos tele evangelistas o de extraños personajes en las esquinas de las calles instando a los transeúntes a que se arrepientan y se encuentren con su Dios.
En una palabra: la evangelización es algo en lo que ninguna persona con dignidad querría mezclarse. Tiene tintes de manipulación. En una era permisiva como la nuestra huele a querer cambiar la forma de ser de otra persona. Y esto es un insulto, algo inaceptable.
No resulta sorprendente, por lo tanto, que en muchas iglesias históricas la evangelización se haya eclipsado. Es algo que hace la gente de reputación dudosa, a lo que se aficionan los entusiastas sin equilibrio ni noción alguna de teología. Se trata de algo bajo ningún concepto respetable. Una iglesia equilibrada y responsable no debe tener nada que ver con ello.
Y, sin embargo, esas mismas iglesias no están tan seguras cuando
allí donde antes había personas en sus cultos ahora ven bancos vacíos.
En la Iglesia Local algunas veces vuelven a preguntarse acerca de la evangelización al meditar sobre la impiedad, el materialismo y el egoísmo cada vez más extendidos por toda la sociedad; y si su visión abarca a las iglesias de crecimiento rápido, por ejemplo del Africa oriental, puede que digan lo que expresó David Jenkins, obispo de Durham, a David Gitari, obispo de Monte Kenya del Este, después de la Conferencia de Lambeth en 1988: «Necesito aprender de
usted.»
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